El 15 de junio de 1908, el Consejo Nacional de Mujeres hizo entrega de los premios y menciones de un concurso literario que había organizado en el marco de lo que entonces era la Fiesta del Libro. A partir de entonces, el nombre de la fecha ha variado, sin embargo la esencia ha sido relativamente la misma: homenajear y distinguir ese objeto complejo y conocido como libro. Finalmente, en 1924, un decreto oficializó la Fiesta del Libro y el 11 de junio de 1941, a través de una resolución ministerial, se decidió cambiar el nombre de la fecha por Día Nacional del Libro, tal como lo conocemos actualmente.
Hacer una mención detallada de la evolución o historia del libro como soporte de escritura resulta sumamente extenso para una efemérides, sin embargo, sí podemos resumir sus saltos y cambios más significativos. En la Antigüedad, los soportes de escritura eran la piedra, las tablas de arcilla, madera o marfil, la seda, etc. Al poco tiempo, aparecieron los papiros, una especie de lámina creada por los egipcios a base de una planta acuática que nace a orillas del río Nilo. La elaboración de estas láminas, o primeros «papeles», implicaba un proceso de varias semanas —mantener en remojo el tallo, luego cortarlo en tiras, entrelazarlas, prensarlas, extraer toda la savia y volver a prensarlas hasta obtener como resultado una especie de tela que, una vez seca y prensada, serviría como soporte de escritura—. Con el paso del tiempo, el papiro fue reemplazado por el pergamino, soporte similar pero creado con pieles de animales cuya resistencia al paso del tiempo y las condiciones climáticas fueron superiores a las del papiro. Tanto el papiro como el pergamino eran enrollados, formando así rollos que reunían escritos sobre un mismo tema, institución, relato, etc.
A principios de la Edad Media, estos rollos fueron disponiéndose en la forma que hoy conocemos el libro, es decir, un conjunto de láminas cuadradas o rectangulares sujetas unas a otras desde su costado izquierdo y formando así el lomo del libro. Esta nueva disposición de las láminas se realizó en pos de facilitar la lectura y aprovechar sus ambas caras. Por lo tanto, podríamos decir que el libro, en la forma física en que hoy lo conocemos, tiene su origen en el inicio de la Edad Media, cuando los pliegos o láminas encuadernadas, o códices, fueron reemplazando a los rollos de papiros o pergaminos.
La invención de la imprenta a fines de la Edad Media fue, sin duda, un avance tan significativo como el soporte digital. Así, fue una tecnología que aceleró y amplió la producción de copias de los originales, las cuales hasta el momento eran producidas a mano por los copistas de los monasterios.
Producto de los avances científicos, actualmente el libro se nos presenta también en forma digitalizada, es decir, prescinde del papel, la encuadernación y otros recursos. Al respecto, una discusión polémica se ha desprendido: ¿desaparecerán los libros físicos y pasarán a ser todos digitales? La pregunta genera distintas respuestas y puntos de vista, todas ellas diferentes pero coincidentes en un punto: el libro es un objeto —ya sea digital o físico— contenedor de diversas artes (edición, tipografía, maquetación, encuadernación, etc.), ideas y conocimientos. El libro, con sus distintas cualidades artísticas y comunicativas es, de una u otra manera, un objeto digno de conmemoraciones.
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